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Domingo, 2 de enero de 2011
MITOS > EL HOTEL DIXON, CUNA Y CAMA DEL ROCK ARGENTINO
Cuando los primeros hippies y rockeros tocaban en La
Cueva, se juntaban a desayunar en La Perla, mangaban monedas en
Corrientes para comer entre todos un plato de ravioles en Pippo y
tomaban anfetaminas que les daban los estudiantes, había un lugar que
los acogía cuando ya no daban más y querían caer dormidos, solos o
acompañados: el Hotel Dixon. El gallego Arturo los dejaba entrar, zapar y
cambiarse de habitación, les ponía discos en el Winco del sistema de
sonido y aunque no les fiaba, los aguantaba hasta las 4 de la tarde.
¿Qué fue de ese hotel? Nadie sabe. Pero Radar habló con los que
estuvieron ahí y reconstruye la leyenda.
Por Sergio Marchi
El rock
argentino, como corresponde a toda corriente artística de importancia, tiene en
su haber una buena cantidad de lugares históricos que con el correr de los años
son recordados y reconocidos. Sin ir muy lejos, la recientemente revalorizada
Perla del Once, que sería como cualquiera de esos bares cercanos a una estación
de tren (con alguna pretensión de nivel, dados sus mantelitos), de no haber
sido porque quedaba en línea recta a otro lugar histórico y además era el único
lugar abierto a esas horas de esas noches de la Buenos Aires de fines de los
‘60. La onda de ese tiempo era no parar, seguir de largo: naufragar eternamente
pero no colapsar. Justamente, uno de los cambios decisivos que sirven para
diferenciar aquella época de la actual, es que ahora lo que se busca es el
colapso antes de encarar cualquier otra historia. En ese recorrido que
comenzaba en La Cueva y que terminaba en La Perla, solía haber algunos desvíos
y también otros recorridos que no han quedado mencionados en el relato oficial
de la historia del rock argentino, más por olvido casi colectivo que por querer
ocultarlos. Las neuronas de esa generación no llegaron a 2010 completamente
intactas.
Fue en La
Perla donde los rockeros vernáculos conocieron las anfetaminas que consumían
los estudiantes de las mesas vecinas, que eran muy útiles para aquel propósito
de no parar. Sin embargo, en algún momento era menester apagar el motor, dejar
descansar la máquina para no estropearla del todo y poder comenzar de nuevo. Lo
que sucedía es que los llamados hippies no querían separarse, y en esas épocas de
la dictadura de Onganía, el dormir en una plaza era un delito flagrante que por
ahí terminaba con una siesta entre barrotes. Había una opción histórica que
surgió por la iniciativa de algunos mecenas que compraron una casa en Monte
Grande, a la que los hippies podían ir a dar con sus huesos y que quedó
inmortalizada en uno de los grandes temas de Manal: “Una casa con diez pinos”.
Pero en un
recoveco de la historia quedó un lugar más cercano y, seguramente para algunos,
más grato: el Hotel Dixon, el templo del “fifar beatnick y rockero”, de acuerdo
con el slogan acuñado por el Colorado Rabey, uno de los náufragos más célebres.
El establecimiento cumplía una doble función: por un lado, la lógica de todo
hotel alojamiento (tal como se lo llamaba antes que la denominación cambiara a
la más lúgubre “albergue transitorio”), la de canalizar las energías sexuales;
pero como efecto de una típica promoción, se convertía también en el lugar
donde conseguir un descanso reparador después de una jornada de náufrago. Si bien
los relatos varían, desde las doce de la noche o a partir de las dos de la
madrugada, una pareja podía quedarse allí hasta las cuatro de la tarde, lo que
constituía un gran horario para los hippies que preferían la trasnoche a la los
primeros rayos de sol.
El Hotel
Dixon, además, tenía ciertas facilidades para los náufragos que bien podrían
haber elegido algún otro establecimiento, con mayores comodidades aunque sin la
permisividad que aseguraba el ingreso de peludos. En primer lugar, que se
llamara Dixon les parecía genial porque les traía la asociación blusera con
Willie Dixon, el bajista que compuso alguno de los blues más clásicos y
rockeros y que tocara con Muddy Waters. De su pluma se desprendieron títulos
como “Little red rooster”, “Hoochie coochie man”, “Bring it on home” y el
apropiado “I just wanna make love to you”. Los habitués del Hotel Dixon se
hacían la croqueta pensando que había sido bautizado así en honor al hombre del
blues, pero la realidad es que al dueño del lugar le pareció un nombre exótico.
Nunca se supo si también era el propietario, pero el hombre que daba la
impresión de ser el jefe allí era un gallego llamado Arturo, “y tenía un
parecido increíble con Richard Nixon, el que fue presidente de Estados Unidos”,
asegura Susana “La Cola del Diablo” Pose, que fue de las primeras en pisar el
Dixon con Rulo, que después se convertiría en un legendario asistente de Billy
Bond y la Pesada del Rock and Roll. Pipo Lernoud, autor de célebres letras de
los primeros temas del rock argentino, agricultor orgánico, poeta y hippie por
vocación, recuerda con mucho cariño al Hotel Dixon al que asistió con compañía
variada. “Ese era el hotel donde íbamos todos los cueveros –cuenta Lernoud–;
cuando se llegaba era costumbre preguntar si había alguien, y el gallego te
informaba: ‘Ese al que le dicen Moris está en el cuarto 12’. O capaz que te
decía ‘El Birabent’, porque había que registrarse cada vez que ibas. El gallego
tenía un Winco conectado a un sistema de parlantes que había en las piezas, y
te pasaba Roberto Carlos, Camilo Sesto y el Trío Los Panchos. Pero nosotros
comenzamos a llevarle discos, y ya después de un tiempo te pasaba rock and roll
y blues.”
Una de las
mejores historias del Hotel Dixon sucede cuando Javier Martínez y Pipo Lernoud
llegan al lugar acompañados de sus respectivas parejas. Javier le da a don
Arturo un disco que su amigo Claudio Gabis le había prestado para que ponga en
el Winco: Bluesbreakers with Eric Clapton, del británico John Mayall. El
gallego pone el álbum en el Winco que comienza a atronar con los blues a través
de los parlantes destartalados de las habitaciones. Al rato, Pipo Lernoud,
enredado en las sábanas con una señorita, escucha la voz gruesa de Javier que
le grita a través de la puerta: “Pipo ¿escuchaste a ese violero? Es Eric
Clapton. ¿Viste lo que toca?”. Javier estaba en el pasillo del hotel,
completamente desnudo, extasiado por la exquisitez con que Clapton acometía los
blues. “Sí, sí, dejá gozar”, le respondió un malhumorado Lernoud, mucho más
interesado en otra cosa.
Y JUNTOS
FUIMOS A PERNOCTAR
El Hotel
Dixon quedaba en la calle French entre Austria y Agüero. Jorge Furia, miembro
de la segunda generación hippie, aquellos que acudieron al llamado del 21 de
septiembre de 1967 en Plaza Francia, es el único que recuerda la dirección
exacta: French 2828. Pues bien, hoy no se encuentra la numeración, y lo que sí
se ve es una “residencia geriátrica”, en lo que constituye una ironía del
destino, o una confusión, ya que hay libros que aseguran que la calle era Peña.
Pero esa generación no ha llegado todavía a la necesidad de los pañales, aunque
les cueste precisar datos. “Hay una confusión –aclara Susana Pose–, porque
circula por allí una foto que se iba a usar en una revista, que es de otro
lugar que quedaba en la calle Gutiérrez, con un poco más de nivel, pero mucho
más careta también. El Dixon era una casa vieja que tenía dos puertas, como las
casas de antes; una casa arriba y otra abajo. Abrieron la pared del medio y por
la escalera se hizo la planta alta. En esa época no había hoteles alojamiento.
Nosotros, en realidad, íbamos a dormir cuando estábamos completamente quemados.
Era rebarato y nos dejaban hasta el otro día a las cuatro de la tarde, si
entrabas después de las doce de la noche un día de semana. Los demás te sacaban
a las diez de la mañana; el Dixon no era tan estricto.”
Pese a lo
que se pueda pensar, el Dixon era un lugar respetable con reglas claras,
impuestas por el gallego que conocía no sólo los nombres de todos, sino también
la conformación de las distintas parejas. Por eso del amor libre de los
hippies, no era infrecuente que un señor o una señorita concurriese al lugar
con otro miembro de aquella barra de delirantes. Cuando eso sucedía, el gallego
le retiraba el saludo. “Había un pacto con el gaita –cuenta Jorge Furia–; todos
nos podíamos reunir en una habitación a zapar, a curtir, a charlar, pero no
podíamos andar por ahí, por los pasillos sueltos porque molestábamos a las
otros huéspedes. Nos dejaba salir a comprar facturas, pero de a uno, dejando a la
pareja como garantía. Y si íbamos un rato antes de la una o de las dos, capaz
que nos dejaba quedarnos a dormir, porque para él era mejor tenernos adentro
que afuera.”
Hoy, el
Hotel Dixon sería un establecimiento cultural, ya que contaba con bibliotecas y
discotecas ambulantes. Pipo Lernoud recuerda haber accedido allí a un libro muy
preciado. “Una vez estaba con una chica, y le dije que tenía ganas de leer Los
vagabundos del Dharma, de Jack Kerouac. ¿Podés creer que la mina lo llevaba
encima?” Por ahí, alguien dejaba un libro en recepción para que alguno de los
muchachos tuviera con qué entretenerse si le pintaba el insomnio. Pero lo común
era caer en grupos de no menos de tres parejas, y alguien siempre llevaba un
disco como para romper el romanticismo berreta imperante en los hoteles
alojamiento. “En 1967 –recuerda el Colorado Rabey–, fui un par de veces a
escuchar música en pareja.” De acuerdo con el disco que llevaran, por el
sistema de sonido podían sonar los Beatles, Rolling Stones, Cream, Jimi Hendrix
o los éxitos de moda que ponía en el aire “Modart en la noche”, con Pedro
Aníbal Mansilla, o más seguro la “Trasnoche Modart”, que conducía Nucha
Amengual.
El Dixon
era un lugar sin lujos. “Las sábanas eran limpias –recuerda Susana Pose–; era
un lugar humilde. Cuando nadie llevaba discos, nos pasaban a Sandro y a
Leonardo Favio, y no se escuchaban muy bien. En el invierno hacía un frío
bárbaro, porque el hotel tenía esas pantallitas de gas, que el gallego no
quería prender porque tenía miedo que nos muriéramos por un escape de gas. Por
ahí, las prendía un ratito, pero ya a la hora te golpeaba para venir a
apagarlas. Eran muy precarias. No había mucho porro en esa época, y no te dabas
cuenta del olor. Si fumabas lo hacías en la plaza de enfrente a Tribunales,
donde está el ombú. Vos podías caminar por Corrientes y fumar y nadie se daba
cuenta. Era difícil conseguir, se tomaba anfetamina, dexedrina, obesín,
actemín, y todas esas cosas. Necesitábamos estar despiertos porque no teníamos
dónde dormir.”
Cuando se
veían venir el tramo final de un largo día de 50 horas, los hippies comenzaban
a “trabajar”. “Una de las cosas que menos hemos reconocido –cuenta Pipo
Lernoud, como quien confiesa un pecado de antigua data–, es que éramos unos
mangueros bárbaros.” Porque si bien el Dixon era económico, había que pagarlo,
y llegar hasta allí desde el Centro. Cuando la cosa iba mal, tenían que patear
hasta allá. Pero si se había “trabajado” bien, la plata alcanzaba para dos
taxis con dos parejas cada uno. Los náufragos recorrían la calle Corrientes
partiendo desde el bar La Academia, y pidiendo una moneda por el trayecto que
hacían hasta el Obelisco, para después volver. Se iban lanzando espaciadamente,
como misiles bohemios. Después se juntaban y hacían un pozo común que a veces
alcanzaba para comprar dos porciones de papas soufflé en El Palacio de la Papa
Frita, o para que alguien cenase en Pippo pagado por todos. “No era solidaridad
–reconoce Furia–, sino que el que se había sentado se pedía una porción de
ravioles con tuco y pesto, y venía otro, se sentaba, agarraba un pan, hacía un
hueco y metía un par de ravioles adentro. Después venía otro, y así
sucesivamente hasta que se acababa la panera.” Si sobraba plata, todos como
duques en taxi al Hotel Dixon.
CHECK
OUT
A medida
que la primera y la segunda camada de hippies creció, cada uno se fue armando
su vida, casándose, yéndose a vivir solo o en pareja, y eso fue dejando al
Hotel Dixon sin clientes. No era tan buen establecimiento como para que desbordara
de clientes, y tener una o dos veces por semana la visita de cuatro o cinco
parejas, ayudaba a que las cuentas del gallego Arturo cerraran. Pero la
decadencia del Dixon se fue acelerando también por cuestiones de la época: los
hoteles alojamiento fueron llegando a los barrios. Ya no eran más privativos de
la Panamericana y poco a poco fueron dejando de ser como una actividad
encubierta de hoteluchos de baja categoría, que a lo mejor no pedían documentos
y dejaba que una pareja de adolescentes disfrutase de su tiempo a solas. “En el
Dixon –confirma Susana–, no te fiaban, pero tampoco te pedían documentos.”
Los hippies
fueron dejando de ir paulatinamente; en algunos casos porque se exiliaron; en
otros, porque crecieron. Pero cada tanto a alguno de ellos le agarraba la
nostalgia y volvía a visitar el establecimiento. “En los ‘60 –continúa Susana–,
estaba siempre el gallego y una señora que limpiaba, que nos quería mucho y
siempre nos preparaba algún sanguchito, porque llegábamos muertos de hambre.
Pero más tarde, ya en los ‘70 quisimos ir con mi marido y mi hijo, pero el
gallego no nos dejó entrar. Nunca supe si era por el pibe, porque no quería
tener un menor en el lugar, o si porque una vez mi pareja había ido con otra
chica con la que curtía, y se habían agarrado a trompadas.” Ese gallego tenía
una memoria asombrosa. Una tarde, le preguntó enfurecido a Susana que “¿quién
es aquel al que le dicen el Furia?”, porque siempre le firmaba el interior de
los placares con su nombre. Jorge Furia, hoy dedicado a la publicidad, dice que
la historia fue ligeramente distinta. “Yo dejé de ir un tiempo, y una noche que
teníamos que quedarnos en Buenos Aires, para no volver a Martínez, le dije a mi
mujer que fuéramos al Dixon a pasar la noche. Hacía como dos años que no iba.
El gallego no me saludó y le pregunté qué le pasaba y me dijo: ‘Mire, usted y
la Graciela Ojos (hoy reside en España), me pintarrajearon toda la habitación y
la tuve que pintar otra vez’.”
El último
de los hippies que concurrió al lugar en busca de atender el muñeco y de paso
pegarse un paseo nostálgico fue Pipo Lernoud en los ‘80. Lo que encontró fue
otra cosa. “Fui con una mina, pero no sé si es que yo ya tenía más camino
recorrido o qué, pero el lugar me pareció un asco. Era una bombita colgando de
un cable, una cama con pulgas, una mesa de luz que daba lástima. Casi que me
dio vergüenza por la mina, que no sabía nada de la historia del lugar.” La
magia se había ido; los amigos ya no estaban en las otras habitaciones, y el
Winco se había cambiado por un sistema de música funcional, que ya era viejo
cuando Pipo retornó en busca de los locos buenos tiempos del Hotel Dixon.
¿Qué se
hizo del Dixon? Nadie sabe; es más, todos los que pasaron por allí creen que
sigue funcionando. El final de Villa Cariño, aquel lugar donde los porteños
estacionaban con el auto para hacerse toda clase de arrumacos con su pareja
(hoy están allí el Club de Amigos y la pista de aprendizaje de manejo del ACA),
generó la necesidad de los hoteles alojamiento. Con cuatro ruedas y luz de
reglamento, como decía la cumbia de los Wawancó, ya no bastaba. Los nuevos
hoteles venían con juegos de luces, alfombras y extravagantes diseños en
penumbras. El Dixon, sencillamente, no podía competir contra eso y tuvo que
cerrar. Hoy es una leyenda, y entre los hippies que llegaron al presente con
las neuronas sanas, la discusión pasa por si estaba en la calle French (como
todos creen) o en la calle Peña, como algunos libros consignan.
Para
ejemplificar su pertenencia a la historia del rock argentino, basten las
palabras de Miguel Abuelo: “De La Cueva íbamos a La Perla, y a veces
recalábamos en un hotel, el Dixon, por ahí, por Peña y Austria. Hablábamos de
música, de filosofía, éramos todos poetas. Ahí dejé de pensar en escribir la
Historia Universal de la Realidad, y decidí empezar a vivirla”.
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