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Página 12
Tierra de príncipes y palacios
Construido como una morada principesca, San José se levantó con todos los lujos y adelantos europeos de la época. El contraste entre la vida de sus ocupantes y la de sus vecinos resulta abismal, casi impensable. Como las antiguas villas romanas, el palacio había sido pensado para ser dividido en dos espacios bien distintos: el común, donde se hacían las tareas ancilares, y el privado, donde vivían Urquiza con su esposa y sus numerosos hijos. Durante la visita nocturna se accede por el portón principal, cruzando el jardín francés, en tanto para las visitas diurnas se entra por una puerta en la pared lateral, al lado de la capilla, y se ingresa al palacio por el patio de los comunes.
Luego de cruzar el jardín –que por la noche se adivina más que se admira–, se llega frente a la impecable fachada, delimitada por los dos torreones. Y se entra directamente al patio más íntimo de la casa, en torno del cual estaban las habitaciones y las salas de estar de la familia.
Susana Chas no es guía sino restauradora de este palacio museo. Sin embargo, no resiste la tentación de acompañar por un rato a los visitantes para contar anécdotas y mostrar cómo se organizaba la vida entre los distintos salones: aquí la habitación de los varones, allí la de las niñas. Más lejos, la gran sala con un piano donde practicaban las hijas. Comenta de paso que justamente allí se encontraban, con su profesor de música, en pleno repaso de escalas y solfeo, cuando su padre fue asesinado aquella noche del 11 de abril de 1870...
Pero no hay que adelantarse e ir enseguida hasta la sala fatídica, donde Urquiza fue a refugiarse luego de haber recibido un primer disparo y donde todavía están los impactos de balas en las paredes y se ve una mancha de sangre protegida por un plexiglás sobre una puerta. Aunque en realidad sea difícil no adelantarse a la visita e ir directamente a esta parte del palacio, donde la historia llama y todavía conserva dramáticas huellas.
UN PALACIO QUE NO LO ERA La visita dura un buen rato, porque se pasa sala por sala para ver en detalle los objetos de época expuestos, las ambientaciones de las piezas, los documentos que muchas veces aportan datos sobre la vida de Urquiza y su tiempo, o para ver algunos detalles curiosos, como el grifo instalado en la habitación que ocupó Sarmiento para asombrarlo con el nivel de adelanto tecnológico de su casa. El grifo en cuestión estaba conectado directamente sobre la cisterna de agua que alimentaba principalmente lo que fue la primera sala de baño moderna de Entre Ríos.
El general Urquiza nunca viajó ni se alejó de sus propiedades entrerrianas cuando no participaba en campañas militares. Pero tenía curiosidad por conocer lo que se hacía en otras partes del mundo y cómo evolucionaban los adelantos más modernos, y aunque no viajaba, sí recibía a mucha gente en sus palacios y residencias. Por eso mismo no sólo era adelantado en la construcción de su palacio sino también en la concepción de sus negocios. Uno de ellos en particular pasó a la posteridad, y hoy todavía se conserva como otro ejemplo del modernismo que quiso impulsar en la provincia. Se trata del Palacio Santa Cándida, que hasta hace poco fue un hotel de lujo, a orillas del río Uruguay, cerca de la ciudad de Concepción. Hay rumores de que volverá a abrir en un futuro cercano; mientras tanto, algunos privilegiados pueden visitarlo luego de un paseo en lancha por las aguas del río. Se recorren así habitaciones de estilo, anchas piezas de techos altos, una arquitectura imponente que asemeja esta construcción a la de un palacete italiano. Era en realidad, sin embargo, la oficina de un gigantesco saladero que Urquiza había emprendido para enviar carne y derivados de la faena de vacas (cuernos, cueros, grasa) a todo el mundo, embarcándolos desde un muelle que hoy día no existe más. Las antiguas fotos muestran el saladero como una pequeña ciudad con muchos edificios. Apenas queda un par de anexos en lo que fue transformado por una de sus hijas en un palacio, rodeado de un jardín diseñado por Carlos Thays.
Es difícil de creerlo cuando se lo visita hoy, pero Santa Cándida fue algo así como la primera industria integral de la región. Se faenaban unas 40.000 cabezas de ganado al año. Se salaba la carne, se procesaban los cueros, se transformaba la grasa en jabón y otros derivados, entre muchas otras muchas operaciones. Y todo era exportado, sobre todo a Estados Unidos y Europa.
Edouard Demachy llegó a la lejana Argentina para controlar uno de los negocios de la familia: un saladero y una conservería. A pesar de tantos lujos, el palacio fue habitado muy poco tiempo por sus propietarios: se terminó de construir en 1888 y Demachy y su familia regresaron a Europa sin dejar rastros ni dar explicaciones en 1891.
El lugar quedó como un emblema de tiempos pasados, que también formó parte de la historia de Entre Ríos y los entrerrianos, como el más conocido San José. Pedro Báez, ministro de Cultura de la provincia, los recuerda a los dos como hitos: “Al Palacio San José fui por primera vez la misma tarde en que terminé de leer un libro sobre la guerra contra el Paraguay de Pepe Rosa. Ese libro determinó por siempre mi respeto y admiración por la nación paraguaya y por Francisco Solano López. De ahí el nombre de mi hijo mayor: Francisco. Y así como el Palacio San José está ligado a sentimientos guerreros, el castillo de San Carlos permite respirar la paz de un lugar y un tiempo distinto, el de Saint-Exupéry, o revivir la dignidad del éxodo oriental con Artigas construyendo las bases de todos los movimientos populares que vendrían por delante en América del Sur. Viví por un tiempo muy cerquita de ahí, en uno de los paisajes más lindos de Entre Ríos, y allí mis hijos pasaron sus mejores veranos, pescando mojarritas a metros del castillo, en el río Uruguay”.
Donde antaño estaba la caballeriza donde está hoy el centro de interpretación y quedan las pocas fotos conservadas de las chicas que –según dicen algunos– inspiraron El Principito. ¿Al Principito?
Saint-Exupéry contó además su paso por Concordia en uno de los capítulos de otra de sus grandes obras, Terre des hommes, donde compara la región con un oasis: “Tanto les hablé del desierto que antes de seguir hablando de él me gustaría describir un oasis”. Más adelante escribió: “Había aterrizado en un campo y no sabía que iba a vivir un cuento de hadas... ¡Qué casa extraña! Compacta, maciza, casi una ciudadela. Castillo de leyenda que ofrecía, al trasponer el porche, un refugio tan apacible, tan seguro, tan protegido como un monasterio”.
El aviador estaba en aquellos años abriendo la ruta aérea entre Francia y América latina, y principalmente Buenos Aires, para la compañía Aéropostale, que llevaba el correo de un continente a otro por encima del océano Atlántico. Más que la hazaña de un aventurero, era la de un verdadero pionero. Desde Buenos Aires, “St Ex” (un apodo que le daban sus colegas) y otros aviadores abrían nuevos destinos hacia el Sur, cruzando los Andes o volando hacia el Chaco. De hecho, fue durante un vuelo a Asunción que Antoine de Saint-Exupéry aterrizó por casualidad en Concordia. La magia del lugar y la singularidad de la familia (y sobre todo de sus dos princesitas) lo impactaron tanto que volvió varias veces a San Carlos, y hasta publicó una nota sobre Suzanne y Edda, las dos hermanas que –dice Silvina, dicen por ahí también– inspiraron en conjunto al verdadero Principito. Aquel que no necesita castillos ni palacios. Aquel que adiestra zorros y cuida rosas. Aquel que vive en un mundo de fantasías, donde lo esencial es invisible a los ojos, porque sólo se ve bien con el corazón... Aquel cuyas hermanas corrían por los montes de San Carlos, a orillas del Uruguay.
El palacio sufrió un incendio a finales de los años ’30, cuando ya estaba desocupado nuevamente. El resto no es historia. Olvidemos la decadencia para rescatar el nuevo papel de guardián de la memoria que tiene hoy. Fue construido para ser palacio para un príncipe y terminó siendo el refugio imaginario de un principito.
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